Animemos a los organizadores de reuniones a seguir el ejemplo de MPI y condenar al olvido la cena de gala, pues es un ritual extraño y antinatural cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos.
Sería difícil idear una ocasión que agudiza la incomodidad social tanto como la cena que cierra una convención, con su incompatible mezcla de ceremonial revenido, protocolo corporativo, susceptibilidades culinarias, y roces surgidos de la disparidad de edades, por las diferencias de género o por motivos culturales, todo embutido en unas pocas horas que, para muchos de los asistentes, parecen una eternidad.
Ten piedad del pobre organizador de reuniones (ya que es en este campo donde la tradición perdura en su estado más puro) al que se le exige que idee una actividad social en la que los ingredientes predeterminados no dejan margen alguno para la creatividad más allá de cambiar el color de la mantelería.
El programa de la velada ha de incluir un cóctel, una cena de al menos cuatro platos, un discurso del presidente, otro del invitado principal, una serie de brindis, una presentación de premios, un baile y luego –para que todo el mundo vea que la organización no es tan chapada a la antigua, como las cuatro horas previas han demostrado definitivamente– una discoteca.
Dada la diversidad cultural y social que hay en la mayoría de las convenciones de asociaciones, a muy pocos les gustarán estos ingredientes. Para los asistentes más jóvenes, el cóctel y la discoteca no compensarán la incomodidad de la cena y el tedio de los discursos. Para los de más edad, los problemas de digestión, oído y próstata hacen de la cena una prueba muy dura. Las mujeres (que reciben el tratamiento de “damas” para la ocasión) estarán decepcionadas con los hombres con los que comparten mesa, pero al menos tendrán el gusto de arreglarse. Por lo general, los hombres no comparten el entusiasmo de las mujeres por emperifollarse. Esto acaso se debe al hecho de que las camisas de vestir suelen encogerse dos tallas desde la última vez que se usaron.
El protocolo exige que la gente se siente en la mesa al lado de alguien del sexo opuesto. Esto tal vez sea una de las normas sociales más ridículas desde la invención del cuchillo de pescado y, afortunadamente, se pasa por alto cada vez más. Cualquier anfitrión que se precie te dirá que la colocación de los invitados se realiza ateniéndose a factores como la compatibilidad y los intereses comunes, y no al género.
¿Se atrevería un organizador de reuniones medianamente profesional someter a los delegados en un auditorio al mismo grado de incomodidad que se juzga aceptable en una cena de gala? No. Con colocar a los invitados de diez en diez en mesas redondas se garantiza que algunos no pueden ver a los discursantes y, si no hiciera ya suficiente calor en el salón, todo el mundo se alimenta de comida calorífica servida en platos calientes. Para poner más a prueba la capacidad del aire acondicionado, cada mesa tiene una vela.
Es un hecho psicológico que las mujeres son más frioleras que los hombres, así que desde luego las primeras se presentan en vaporosos vestidos (invariablemente negros) sin espalada y sin tirantes, que atraen la atención, que es bienvenida, y las tiritonas, que no lo son tanto; mientras que la conformidad exige que los caballeros lleven esmoquin. Pero me estoy andando por las ramas.
Así que la cena ha concluido con indigestión, se han hecho los brindis y se han otorgado los premios. El presidente se ha sentado por fin entre aplausos letárgicos; por lo tanto, es el momento cuando la banda empieza a tocar una canción que sólo el 25 por ciento de los allí presentes reconocerán como música y al son de la que nadie bailará.
Llegado este momento (la medianoche), el ruido ambiental rivaliza con el fragor de un campo de batalla, lo que imposibilita las conversaciones con extranjeros –sobre todo los virginianos–.
Antes que bailar la mayoría de los hombres prefieren hablar, mientras que la mayoría de las mujeres prefieren bailar en lugar de hablar. Pero las jóvenes solteras tienen un problema; puesto que la mayoría de los jóvenes están hincando el codo en la barra, la elección de pareja de baile es limitada. Pueden elegir entre otras mujeres, un septuagenario, un borracho, su propio bolso o el griego con él que estuvieron sentadas durante la cena. (Si lo único disponible es un viejo griego borracho con bolso, es una velada especialmente penosa.)
Pero es en este momento cuando el grupo –al que el pegamento de conformidad ha mantenido unido durante toda la velada– empieza a fragmentarse. Los muy viejos y los matrimonios se van a la cama y los muy jóvenes se escapan a la discoteca para un sudoroso cuerpo a cuerpo, mientras que los solteros de mediana edad sobornan al barman para que siga sirviendo copas a fin de que puedan arreglar el mundo.
Lo irónico es que, puesto que todo el mundo termina la velada haciendo lo que más les gusta, el evento será considerado como un éxito rotundo. Así es el poder amnésico del alcohol.
TONY CAREY, CMP, CMM, es escritor y asesor independiente. Para contactar con él envíele un correo electrónico a tonycarey@psilink.co.je o visite su sitio web www.tonycarey.info.
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Publicado
18/09/2008